Cuando Sabina, en agosto de 1904, entró al hospital Burgölzli, en Zurich, llevaba dos equipajes. Uno era una simple maleta de cartón con unas pocas prendas de vestir y el otro, la historia de un padre violento y manipulador. Su estado no podía ser más desesperante; había llegado a contener sus heces más de dos semanas y se masturbaba compulsivamente después de cada golpiza que le daba su padre a ella o a sus hermanos.
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